Chile en el tablero chino
Juan Ignacio Brito Profesor Facultad de Comunicación e investigador del Centro Signos de la U. de los Andes
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Juan ignacio Brito
Es sintomático que fuera la Fiscalía Nacional Económica quien sonara la voz de alerta acerca de los posibles perjuicios de la compra de la distribuidora CGE por parte de la china State Grid International. Que un ente técnico haya sido el que advirtiera los riesgos de la operación dice mucho acerca de la aproximación que tiene nuestro país respecto de su posicionamiento internacional.
No se trata de criticar a la FNE, que está haciendo lo que debe. Más bien es un llamado de atención para que otras autoridades se hagan cargo de un asunto que podría llegar a limitar el ejercicio de la soberanía nacional.
Pese a lo anterior, las autoridades de Gobierno se han felicitado por la venta. Hacen notar que nuestra institucionalidad es robusta, el sector eléctrico está fuertemente regulado y que la no discriminación y la apertura son bases del tratamiento a la inversión extranjera directa en Chile.
Nada de qué preocuparse, entonces.
¿O sí? Tal como en otras dimensiones, China representa una novedad en el ámbito de la inversión extranjera. Tradicionalmente, esta ha provenido de empresas del Norte industrializado, donde existen regímenes constitucionales; donde el gobierno no administra directamente las compañías y, cuando lo hace, está sometido a pesos y contrapesos institucionales típicos de las democracias. Nada de lo anterior ocurre en China: allí la sociedad civil es por definición irrelevante, la propiedad privada está severamente condicionada, no hay contrapeso al poder del Estado y las empresas están sometidas a los objetivos y procedimientos establecidos por el partido único, controlador excluyente de todo lo que se mueve.
Es necesario entender que, mientras Chile ha definido reglas basadas en el libre mercado para acoger la inversión extranjera, China opera con un modelo mercantilista en el que las decisiones de dónde, cuándo y cuánto invertir tienen un componente político que sólo resulta invisible para el que no lo quiere ver. No hay que ser demasiado perspicaz para advertir los riesgos de entregar el control de una actividad económica clave a un régimen de esa naturaleza. Si a esto se añade la presencia china en la generación y la transmisión eléctrica de nuestro país, el peligro se hace aún más obvio.
Nada hay de injusto o discriminatorio en tratar distinto lo que es diferente, y China no es un país normal en lo relativo a inversión extranjera en sectores estratégicos. Su particular configuración política interna hace que todo esté subordinado al propósito mayor de mantener en el poder al Partido Comunista. Por supuesto, esto es un problema chino, pero la forma en que se materializa puede afectarnos si dejamos expuestos ámbitos como el eléctrico.
Durante décadas, Occidente quiso creer que sería capaz de convertir a China en un país que jugaría según las reglas del orden liberal internacional. Hoy se sabe que eso fue sólo una ilusión: la República Popular China está decidida a aplicar sus propias reglas. Beijing ha centralizado el poder político y económico, intensificado la penetración de la sociedad por parte del Estado, dispuesto estrictos controles al flujo de ideas y actúa con creciente asertividad para proyectar su poder nacional.
Muchos países ya lo han advertido y están restringiendo la inversión china en ámbitos clave. Han tenido en cuenta un aspecto que nuestra economicista política exterior suele pasar por alto: las condiciones de seguridad siempre deben primar. La soberanía nacional es un atributo que no puede ser arriesgado en aras de lo que hoy parece un buen negocio, pero que más tarde podríamos lamentar.